vicente pastor delgado : La vida del pastor
Todos los días el mismo. Pastor que no pisará la ciudad, que se conforma con el silencio de las montañas y el balido de las ovejas. Así era la vida de Juan, un hombre sencillo y humilde que había heredado el oficio de su padre y su abuelo.
Juan no tenía familia ni amigos, solo su rebaño y su perro, que le acompañaban en sus largas jornadas por los valles y las colinas. A veces se cruzaba con otros pastores, pero apenas intercambiaba unas palabras con ellos. Juan prefería la soledad, la tranquilidad, la naturaleza.
Un día, mientras pastoreaba cerca de un río, Juan vio algo que le llamó la atención. Era una mujer joven, de cabello rubio y ojos azules, que estaba sentada en la orilla, mojando sus pies en el agua. Juan se acercó con curiosidad, sin hacer ruido, y se quedó observándola. La mujer parecía ajena a su presencia, absorta en sus pensamientos.
Juan sintió algo que nunca había sentido antes. Una emoción que le hizo latir el corazón más rápido, que le hizo ruborizar las mejillas, que le hizo temblar las manos. Era amor, amor a primera vista.
Juan se armó de valor y se acercó más a la mujer, hasta que ella se dio cuenta de que estaba allí. La mujer se sobresaltó y lo miró con sorpresa.
- ¿Quién eres? — preguntó ella.
- Soy Juan, el pastor — respondió él.
- ¿El pastor? — repitió ella.
- Sí, el pastor. Vengo todos los días por aquí con mis ovejas — explicó él.
- Ah, ya veo — dijo ella.
- ¿Y tú? ¿Qué haces aquí? — preguntó él.
- Yo… yo estoy de paso. Vine a visitar a unos parientes que viven en el pueblo de al lado — mintió ella.
La verdad era que ella era una fugitiva, una ladrona que había escapado de la cárcel y que buscaba un lugar donde esconderse. Había robado una joya muy valiosa, un collar de diamantes, que llevaba escondido en su vestido. No podía confiar en nadie, ni siquiera en ese pastor inocente que la miraba con admiración.
- ¿Cómo te llamas? — insistió él.
- Me llamo… me llamo Ana — inventó ella.
- Ana… qué bonito nombre — elogió él.
- Gracias — agradeció ella.
- ¿Te puedo hacer una pregunta? — se atrevió él.
- Claro, dime — concedió ella.
- ¿Te gustaría venir conmigo? — propuso él.
- ¿Con… contigo? — se extrañó ella.
- Sí, conmigo. Podrías vivir conmigo en mi cabaña, en la montaña. Te cuidaría, te haría feliz, te daría todo lo que necesitas. Te quiero, Ana, te quiero desde el primer momento que te vi — se declaró él.
- Oh, Juan… — suspiró ella.
Ana no sabía qué hacer. Por un lado, le tentaba la idea de escapar con ese pastor, de dejar atrás su vida de crimen y de empezar de nuevo. Por otro lado, le dolía engañar a ese hombre, de aprovecharse de su bondad y de su amor. Además, ¿qué pasaría si la encontraban? ¿Qué pasaría si descubrían su secreto?
Ana miró a Juan a los ojos y vio la sinceridad y la pasión que había en ellos. Luego miró el collar de diamantes que llevaba oculto y sintió el peso de su culpa y de su codicia. Finalmente, tomó una decisión.
- Está bien, Juan. Me iré contigo — aceptó ella.
- ¿De verdad? — se alegró él.
- Sí, de verdad — confirmó ella.
- ¡Oh, Ana, qué feliz me haces! Ven, vamos, te llevaré a mi cabaña — dijo él.
- Sí, vamos — dijo ella.
Juan cogió la mano de Ana y la llevó con él, sin soltarla. Ana lo siguió, sin mirar atrás. Ambos se fueron por el camino, sin saber lo que les esperaba. Así empezó la historia de amor entre el pastor y la ladrona, una historia que cambiaría sus vidas para siempre.